¡Oh María Santísima, a quien nos dirigimos bajo el glorioso y dulcísimo título de Reina de los Corazones! Aquí está, arrodillado a vuestros pies, un hijo vuestro que se consagró a Vos como esclavo de amor. Me encuentro solitario, perplejo, sufridor, en medio de las brumas que me rodean. Llamado desde muy joven a vuestro servicio, una voz interior llena de resonancias de alegría y de victoria, me hacía esperar vuestro Reino, oh Madre.
Pero ese adviento que mi amor a Vos y mi odio a la Revolución hacían desear tan próximo, viene caminando al encuentro de los hijos de la Contra-Revolución con una lentitud tan inesperada que yo me pregunto, afligido, si mis ojos lo verán antes de cerrarse para siempre a este mundo; si mis brazos conservarán, cuando lleguen esos días, la fuerza juvenil con que tanto deseo usarlos para derrumbar a vuestros adversarios. Y tanto de mi corazón como de mis labios brota hasta Vos, sumisa pero afligida, la pregunta: ¿Hasta cuándo, Señora, hasta cuándo? ¿Qué os lleva a mantener suspendida sobre la Revolución — esto es, los secuaces de satanás, los adoradores de sus pompas e instrumentos para la realización de sus obras— la espada virginal con la cual un día los exterminaréis?
Sé bien que, santamente celosa de vuestra gloria excelsa, esperaréis para eso el momento en que esa misma gloria resplandecerá más, el día de la victoria en que más brillareis a los ojos de los justos y más enteramente aplastaréis al poder de las tinieblas.
Pero, oh Madre, sé que, delante del trono de Dios, vuestra súplica es omnipotente y, delante de las angustias de vuestros hijos, vuestra misericordia no tiene límites. No os pido que abreviéis esa demora dañando el pleno esplendor de vuestra gloria, pero sé también que está en vuestra omnipotencia suplicante alcanzar de Dios que se produzcan hechos mediante los cuales el tan esperado día de vuestra glorificación pueda apresurarse, abreviando con eso los tormentos inenarrables de alma con que todos los justos sufren y gimen hoy bajo el poder de satanás.
Los justos… ¿Ellos son dignos de esa enorme gracia? ¿O, por el contrario, merecen esa demora tan larga como castigo por las afinidades vergonzosas que consienten tener con la Revolución, vuestra enemiga llena de odio? ¡Oh Madre, cuánto es débil la fuerza de esos justos, cuán manchada de concesiones la integridad de su pureza, cuán vacilante la constancia de su confianza y precaria la incondicionalidad de su Fe!
Diciéndolo, golpeo mi pecho pecador, gimiendo: mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. Comprendo, pues, que esos días por cuyo adviento gimo, yo mismo los retrasé por el peso de mis culpas. Pero sé también que la confianza es como un rayo de luz que transpone todas las distancias existentes entre nosotros, pecadores, y Vos, Virgen Madre de inmaculada pureza. Sé, sobre todo, que esa pobre luz, la cual en sí misma es tan poco, desde que pose en vuestro Sapiencial y Misericordioso Corazón, lo abre como fuente de gracias que burbujean sobre los pecadores, por más empedernidos que sean.
Con toda conformidad en relación a vuestra voluntad, pero con toda la confianza que, por justicia, os deben tener esos pecadores, a Vos dirijo, ligeramente adaptada, la oración de la Liturgia: “¡Venid, Madre, no tardéis, y perdonad los pecados de vuestro pueblo!”
Sí, Madre, ¡venid pronto, aplastad a vuestros adversarios, expulsad al Infierno a los demonios, destrozad y eliminad a los enemigos de vuestra realeza y reinad sobre el mundo hasta el día en que os serviréis de Elías, vuestro siervo, para los decisivos combates contra el Anticristo! Amén.
(Compuesta el 19/9/1991)
Publicado el 28 de Agosto de 2022