A los siete años de edad, en la escuela Católica donde me eduque, cuyos maestros estaban consagrados a enseñar mediante el amor y devoción a la Virgen María, su Congregación se honraba con su nombre, Maristas, recibí mis primeras aulas de catecismo y preparación para la primera Comunión, recuerdo con gratitud lo bien que lo hicieron.
Cuando nos enseñaron los diez Mandamientos de la ley de Dios, quedé muy impresionado con el primer Mandamiento cuyo enunciado dice “Amarás a Dios sobre todas las cosas”; este dictamen me resonaba como algo muy grande, muy sublime, muy absoluto, de una grandeza mayor a todo el universo; a mi corta edad no lo entendía, no lo podía explicar, pero en el fondo de mi alma percibía la inabarcable magnificencia de ese Mandamiento.
Tomado por esta impresión y deseando encontrar una explicación a lo que este Mandamiento sugería, pregunté al religioso que nos enseñaba qué significa “Amar a Dios sobre todas las cosas”; ciertamente este buen maestro queriendo adaptar su respuesta para la fácil comprensión de un niño me respondió: por ejemplo, dar limosna a un pobre, guardé silencio absolutamente insatisfecho y frustrado con la respuesta, no correspondía a la maravillosa sonoridad del Mandamiento.
Durante muchos años en mi vida esa pregunta resonaría en el fondo de mi alma esperando una respuesta satisfactoria, por la Gracia de Dios muchas veces fui encontrando respuestas a ese mandato.
Una respuesta más a esa pregunta que sigue presente en mi espíritu, la he encontrado en un extracto de una conferencia dictada por el Dr. Plinio Correa de Oliveira (el 13/7/1990) y publicada en la Revista Dr. Plinio de Diciembre del 2020 VOL: III Nro. 32 pág.34 y 35, cuyo título precede a este artículo.
Voy a transcribir literalmente algunos trechos de esa conferencia que generan las pautas de la comprensión a la que me he referido.… “el verdadero arte debe buscar lo maravilloso de manera creciente, su papel consiste en describir, en la medida de lo posible, un ambiente en torno al hombre que le indique la manera de tomar el camino que lo lleve al Cielo. La revolución hace exactamente lo contrario”.
Esta definición, coloca al arte como un instrumento al servicio del hombre, para que constantemente opte por formas esplendorosas de expresión y estas le anuncien las maravillas celestiales, a que el ser humano encuentre en todo lo que le rodea reflejos de los atributos Divinos y a partir del mundo visible conozca a Dios y encantado con sus perfecciones lo ame cada vez más.
… “el alma humana fue hecha para sentir maravillas por toda la eternidad; es nuestro estado normal de bautizados, estar en presencia de realidades que tengan ese quilate; así pues, no hay maravilloso que baste para un arte verdadero”.
En este párrafo, Dr. Plinio nos habla de vivir en la tierra algo como una visón beatífica, que es el estado que tendremos en el Cielo en la presencia de Dios. El escenario en que Dios nos colocó para vivir, está lleno de esplendores, basta recordar la variedad e intensidad de colores que el cielo toma al ponerse el sol y el reflejo de los mismos sobre el mar en movimiento, y así podría enumerar una grande lista de portentos de la naturaleza.
El ser humano está llamado a realizar obras que estén a la altura de su creación a imagen y semejanza de Dios, por lo tanto que lleguen a niveles de grandeza superiores a los que encontramos en la naturaleza.
El Dr. Plinio se pregunta:
¿Cómo sería el hombre formado en un ambiente completamente así? ¿Cómo serían sus relaciones? … la cristiandad tiene una dimensión celestial – y consecuentemente muy superior a lo que se imagina…, así que entonces la meta es la celestización de la vida terrena sin dejar de ser terrena”.
Una sociedad con expresiones como las que describe el Dr. Plinio, es una sociedad que ama a Dios sobre todas las cosas y cumple cabalmente con el primer Mandamiento. Imaginemos con el Dr. Plinio cómo sería el trato social inspirado en esas máximas, tal vez un pequeño reflejo de aquello encontremos en la sociedad francesa del Antiguo Régimen, en que la monarquía y la aristocracia destilaron el arte de la “dulzura de vivir”, fundamentado en el afecto y respeto a los demás.
“Mi testimonio sobre los Heraldos del Evangelio: Cardenal Franc Rodé declaró: Lo que es raro en el mundo de hoy, el culto a la belleza en la expresión más alta y más noble de la palabra: la liturgia, los cantos, la orquesta; ¡todo el comportamiento de los Heraldos del Evangelio es extremadamente noble, distinguido, grande y bello” (revista Heraldos del Evangelio Nro. 74, septiembre de 2009, pág. 21)
El que en su momento fuera Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Cardenal Franc Rodé, condecoró a Monseñor Joao Clá con la medalla PRO ECLESIA ET PONTIFICE otorgada por el Papa Benedicto XVI. Su Eminencia quiso premiar sus méritos, y a la hora de entregar la Condecoración expresó lo siguiente:
“me vienen a la mente las palabras de san Bernardo en el inicio de su tratado de laude novae militiae: hace algún tiempo que se difunde la noticia de que un nuevo género de caballería apareció en el mundo. Estas palabras pueden ser aplicadas al momento actual. En efecto, una nueva caballería nació gracias a vuestra excelencia, no seglar, pero sí religiosa, con un nuevo ideal de santidad y un heroico empeño por la iglesia… gracias Monseñor, por vuestro noble empeño, gracias por vuestra santa audacia, gracias por vuestro amor apasionado por la Iglesia, gracias por el espléndido ejemplo de vuestra vida. Usted es de la estirpe de los héroes y los santos” (revista Heraldos del Evangelio, Nro. 74 septiembre de 2009, pág. 21).
No solo en el maravilloso ceremonial de la vida religiosa de los Heraldos del Evangelio brilla este esplendor, también en su trato y relacionamiento reluce esa manera de ser. Mediante la formación de la Tercera Orden de los Heraldos del Evangelio ya está penetrando en la sociedad civil el mismo espíritu.
Sería incomprensible que mientras el mal y el pecado cunden por el mundo, Dios abandone a los hombres a su suerte, eso significaría una profunda contradicción en los planes divinos para la creación, contradicción que no cabe en la perfección absoluta del Todopoderoso. Santo Tomás de Aquino explica que cuando Dios creó al hombre no lo dejó solo ni abandonado, por el contario, a cada paso de su vida iría encontrando los medios providenciales para alcanzar el fin de su existencia.