La promesa divina del Salvador, de que las puertas del Infierno no prevalecerán contra la Santa Iglesia, no equivale a decir que en dada región o en un país determinado el Catolicismo esté libre de ser completamente proscrito y extirpado.
No nos dejemos llevar por un estado eufórico de optimismo vacío
La Iglesia es indestructible. La malicia de los hombres, no obstante, transformó en un desierto pagano, herético o cismático, muchos lugares en que la Esposa en que la Esposa de Cristo antes esparcía la leche y la miel de su Doctrina y de su misión salvadora.
El Oriente cristiano en gran parte fue así triturado por la infidelidad del Islam. Para citar ejemplos más recientes, tenemos a Suecia, antes cristianísima, y donde el desarrollo de la herejía protestante acarreó la extirpación completa de la Iglesia Católica en determinada época. En Inglaterra, durante los reinados de Enrique VIII y de Isabel, el culto católico fue casi completamente extinguido, pasando a tener una existencia clandestina, y la Isla de los Santos, como era llamada, llegó a ser un país de misión, quedando la cura de almas allí confiada a sacerdotes que, para desempeñar el sagrado ministerio, tenían que usar disfraces, a fin de ocultar su identidad. Del mismo modo, en estos treinta años de bolchevismo, sabemos a qué harapos fue reducido el trabajo apostólico de la Santa Sede en la Rusia soviética.
La Iglesia es indefectible, pero esta certeza no nos debe llevar a un estado eufórico de optimismo vacío idéntico al de los habitantes de Bizancio – de la Bizancio dominada por la política del Bajo Imperio –, los cuales porfiaban en cerrar los ojos a la realidad de los musulmanes acampados a pocas leguas de sus puertas.
Nuestra actitud con relación a esta verdad consoladora debe estar pautada por el ejemplo de los santos que la Iglesia suscitó.
El jansenismo, la herejía más sutil que el diablo engendró
Con ocasión de la canonización de San Luis María Grignion de Montfort, viene a propósito recordar su ejemplo y el de San Vicente de Paúl, en lo que toca a este punto.
Estos dos santos vivieron en una época y en un lugar dominado por dos enemigos perniciosos de la unidad católica. Aunque emergiendo victoriosa de una lucha encarnizada contra la herejía protestante, Francia se encontraba subyugada por el galicanismo y por el jansenismo.
El galicanismo, que transfería al Cesar los derechos de Dios, abría las puertas al error religioso del jansenismo, entre otras razones por dificultar la aceptación del pronunciamiento de la Santa Sede en materia de doctrina.
Juan Duvergier de Hauranne1, Abad de Saint-Cyran y uno de los jefes jansenistas más destacados, así se abría a San Vicente de paúl, cuando intentaba “catequizarlo” para su secta: “Calvino no fue partidario de una causa tan mala, solo que la defendió mal.”
Si no fuese el jansenismo la herejía más sutil que el diablo engendró, como dice Fleury… “Viendo que los protestantes, separándose de la Iglesia, se condenaron a sí mismos, y que habían sido censurados por esta separación, los jansenistas tomaron como máxima fundamental de su conducto no separarse jamás exteriormente del Catolicismo, protestando, por el contrario, su sumisión a las decisiones de la Iglesia, con el cuidado de encontrar todos los días nuevas sutilezas para explicarlas, de modo que pareciesen sumisos sin cambiar de sentimientos.”
Insistiendo, así, en permanecer dentro de la Iglesia y haciendo todo para impedir o postergar una condenación de sus errores pérfidos y sutiles, los jansenistas volvían bastante delicada la situación de sus adversarios.
La finalidad de esa herejía era trabajar por la ruina completa de la Religión Católica
Sin embargo, Francia encontró providencialmente en San Vicente de Paúl y en San Luis de Montfort a dos articuladores seguros del movimiento de resistencia contra tal embestida heterodoxa, los cuales se condujeron en ese enmarañada trepadera de insidias como verdaderos campeones de la Fe y de la sana Doctrina, no temiendo ni la persecución de los malos ni la incomprensión de los buenos en el desempeño de la misión que la Providencia les había reservado, de combate a tan terrible y perniciosa herejía. Para ellos, la creencia en la indefectibilidad de la Iglesia sirvió de incentivo, no para una actitud cómoda de complacencia con el error, por temor a atizar el odio de los malos y de crear enemigos, sino para convocar a los fieles a abrigarse bajo el estandarte del Rey invencible al que alude San Ignacio, dado que las puertas del Infierno no prevalecen contra la Iglesia, pero se encuentran abiertas de par en par para tragar las almas de los infelices extraviados y para estrechar y restringir los espacios de la caridad de Cristo.
A ninguno de los dos se puede aplicar el terrible epíteto de perros mudos, al cual se refería el Profeta Isaías. San Vicente, delante de los errores del jansenismo, deseaba, según Rohrbacher2, que los miembros de su Congregación, aunque evitando discusiones estériles, “hablasen claramente cuando las circunstancias lo exigiesen, sin recelo de crear enemigos”.
“¡Que Dios no permita, decía San Vicente, que esos débiles motivos, que llenan el Infierno, impidan a los misioneros defender los intereses de Dios y de su Iglesia!” Fue a la luz de este principio que él rechazó el consejo de su hermano de hábito, de dejar a cada uno creer en esas materias controvertidas lo que bien le pareciese.
“Es necesario, advierte el santo, que tengamos todos unius labii3, de otro modo nos dilaceraremos unos a otros. Obedecer en este punto no es someterse a un superior, sino a Dios y al sentimiento de los Papas, de los Concilios y de los santos. Y si uno cualquiera de nosotros no actuare así, será mejor que se retire, al convite incluso de sus compañeros.”
No paró, no obstante, ahí el celo de San Vicente. Además de batallar por la obtención de una resolución apostólica contra los errores jansenistas, hizo de todo para que esa decisión pontificia fuese aceptada por toda Francia, tan convencido estaba del peligro por el cual pasaba la hija primogénita de la Iglesia ante las maquinaciones de la cábala, que tenía a Juan Duvergier de Hauranne y a Jansenio como jefes y cuya finalidad era trabajar por la ruina completa de la Religión Católica.
“Tengamos el coraje de remar contra la marea”
Siguiendo las huellas de San Vicente de Paúl, San Luis de Montfort habría de ser blanco del odio de los sectarios jansenistas, por toda su vida de apóstol de la sana Doctrina.
A un amigo de sacerdocio que lo censuraba por provocar contradicción, crítica y persecución por toda parte, así respondía Grignion de Montfort: “Si la sabiduría consistiese en no hablar, los Apóstoles hicieron muy mal al salir de Jerusalén; San Pablo, por lo menos, no debía hacer tantos viajes, ni San Pedro enarbolar la Cruz sobre el Capitolio. Semejante sabiduría, sin duda, no habría asustado a la sinagoga, que habría dejado en paz a los primeros discípulos del Salvador; pero, entonces, estos jamás habrían conquistado el mundo.”
La sabiduría de San Luis de Montfort era de otra naturaleza. “Lo que me hace decir que obtendré la divina sabiduría, dice él en carta dirigida a la Hermana María Luisa de Jesús, son las persecuciones que sufrí y que estoy sufriendo todos los días.”
El discípulo no es mayor que el Maestro, y todo aquel que combate por la buena causa puede estar seguro de que el “hombre enemigo” lo hostilizará.
Decía el jansenista de Saint-Cyran a San Vicente de Paúl que Dios estaba cansado de los pecados de los hombres en ciertos países, y por eso les quería quitar la Fe, de la cual se habían vuelto indignos, siendo una temeridad, por lo tanto, irse contra los designios de lo Alto, defendiendo a la Iglesia, cuando el propio Dios había resuelto perderla.
No copiemos, por nuestra debilidad y connivencia con el espíritu del mundo, ese triste ejemplo de derrotismo jansenista, ni el optimismo vacío de los bizantinos.
En medio de las olas encrespadas del mal, que hoy amenazan a la Civilización Católica, tengamos el coraje de remar contra la marea, siguiendo el ejemplo de San Vicente de Paúl, el apóstol de la caridad, y de San Luis de Montfort, el apóstol de la verdadera devoción a la Santa Madre de Dios: haciendo violencia a los Cielos con nuestras oraciones, con nuestros sacrificios, con nuestro celo y combatividad, para que en torno nuestro las puertas del Infierno no prevalezcan contra la acción vivificadora de la Santa Iglesia.
1) Jean-Ambroise Duvergier de Hauranne (*1581 – †1643).
2) René François Rohrbacher (*1789 – †1856), sacerdote e historiador francés.
3) Del latín: una solo lengua (cf. Gn 11, 1).
(Revista Dr. Plinio, No. 275, febrero de 2021, pp. 16-18, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de O Legionário, No. 781, 27/7/1947)