Al entrar en contacto con la imagen peregrina de Nuestra Señora de Fátima que había derramado milagrosas lágrimas en 1972, el Dr. Plinio elevó un canto de amor y admiración cuya unción marcó a todos los que lo conocieron.
Fisonomía igual no conozco. La tengo ante mí y, movido por la inveterada costumbre de observarlo todo y explicarlo para mi propio entendimiento, me fijo en ella con atención. Y de repente percibo que entro dentro de ella.
Sí, esa fisonomía única como que fluye de la cara y especialmente de sus ojos. Me envuelve en el ambiente que crea. Al mismo tiempo, me invita a entrar a fondo en su mirada.
—¡Qué mirada! Ninguna es tan límpida, tan franca, tan pura, tan acogedora. En ninguna se penetra con tal facilidad. Sin embargo, tampoco ninguna presenta profundidades que se pierden en tan lejano horizonte.
Cuanto más se camina dentro de esa mirada, más ésta atrae hacia un indescriptible ápice interior y profundo.
—¿Qué ápice? —El estado de alma que estaría tentado a decir lleno de paradoja, si la palabra paradoja, de la que tanto se abusa en el lenguaje corriente, no muriera en mis labios por irrespetuosa.
Toda perfección —dice la Escuela— resulta del equilibrio de los contrarios armónicos. No se trata en modo alguno de un precario equilibrio entre flagrantes contradicciones —y, al decirlo, pienso en esa paz pobre, esclerótica y vacilante que el mundo contemporáneo pretende conservar a costa de tantas concesiones y de tantas vergüenzas—, sino de una armonía suprema entre todas las formas de bien.
Es precisamente ese vértice, en el cual confluyen todas las perfecciones, el que veo erguirse en el fondo de esta mirada. Vértice incomparablemente más alto que las columnas que sostienen el firmamento. Vértice desde cuya altura un imperativo cristalino, categórico, irresistible excluye toda forma de mal, por muy leve y diminuto que sea.
Uno puede pasarse la vida entera caminando dentro de esa mirada y nunca tocar ese vértice. —¿Caminata inútil? —No. Dentro de esa mirada no se anda; se vuela. No se pasea; se peregrina.
Esa montaña sagrada, sinopsis de todas las perfecciones creadas, el peregrino, sin lograr nunca alcanzarla, cada vez la ve más claramente a medida que vuela en dirección a Ella.
A lo largo de esa peregrinación del alma, la mirada en la cual vuela ya no lo envuelve, solamente. Sino que penetra en él. Cuando el peregrino cierra los ojos, cree verla a manera de luz en lo más profundo de sí mismo. Tengo la impresión de que, si durante toda la vida es fiel en ese vuelo, cuando cierre definitivamente sus ojos, esa luz brillará en el fondo de su alma por toda la eternidad.
La mirada es el alma de la fisonomía. —¡Y qué fisonomía la que tengo ante mí! Para un tonto le parecería inexpresiva. Para un diestro observador manifiesta una plenitud de alma más grande que la Historia, porque toca en la eternidad; más grande que el universo, porque refleja el infinito.
Su frente es como si contuviera pensamientos que, a partir de un pesebre hasta terminar en una cruz, abarcan todo el acontecer humano.
Toda su cara, su nariz, cuyo trazo posee un encanto «más bello que la belleza», como dice el poeta, sus labios silenciosos, pero que lo dicen todo a cada instante, parecen alabar a Dios en cada criatura según las características de cada una y pedirle a Dios por toda su miseria como si estuviera condoliéndose de las peculiaridades de cada una de ellas… Esos labios tienen tal elocuencia que al lado de las de Demóstenes o de Cicerón no serían más que vocerío. —Y su cutis: ¿nívea? —El calificativo lo dice todo y no dice nada. Pues para describirla haría falta imaginar un níveo que dejara relucir en su profundidad, con discreción infinita, todos los matices del arco iris y con ello inspirar en el alma de quien la contempla todos los encantos de la pureza.
Sí, peregriné en esa mirada tan llena de sorpresas. E, inesperadamente, percibo que la mirada al mismo tiempo peregrina dentro de mí. Pobre y misericordiosa peregrinación, no de esplendor a esplendor, sino de carencia a carencia, de miseria a miseria. Es simplemente abrirme a ella que, para cada defecto, me ofrece un remedio, para cada obstáculo una ayuda, para cada aflicción una esperanza.
Pero, al fin y al cabo, ¿qué tengo delante de mí? —Una imagen de madera como otras muchas, sin ningún valor artístico especial.
No obstante, sólo con mirarla fijamente, sin moverse ni experimentar la más mínima transformación, esta imagen empieza a hacer lucir todos esos esplendores.
—¿Cómo? —Tampoco lo sé. Es la imagen de Nuestra Señora de Fátima, la cual derramó lágrimas en Nueva Orleans,1 a propósito de los pecados de los hombres y de los castigos que éstos así acumulan sobre sí.
Dondequiera que va, la imagen atrae multitudes. Insisto, lector. Si crees en la descripción que he hecho, te invito a que hagas de tu parte esa magnífica peregrinación dentro de la mirada de la Virgen.
Reza entonces por ti. Reza por la Santa Iglesia conturbada y atormentada como nunca. Y por este inmenso Brasil de María. ◊
Extraído de: Folha de São Paulo.
São Paulo. Año LVI. N.º 17 389
(12/11/1976); p. 3.
Notas:
1 En julio de 1972, una imagen peregrina de Nuestra Señora de Fátima esculpida bajo la orientación de la Hna. Lucía, vidente de las apariciones, derramó lágrimas trece veces en la ciudad de Nueva Orleans, Estados Unidos. El día 21 del mismo mes, la Folha de São Paulo estampaba una impresionante fotografía de la imagen en cuyos ojos se podía distinguir con nitidez el brillo de las lágrimas, una de las cuales ya pendía de la nariz, a punto de caer. Tal hecho fue el comienzo de una intensa relación del Dr. Plinio con esa representación de la Virgen que, a partir de aquel momento, empezaría a llamar «Sagrada Imagen».