Reproducido por TFP-Ecuador el 4 de mayo de 2024
En 1917, la primera conflagración mundial caminaba hacia su declive. Para los políticos de alto rango y los observadores militares ya no era dudoso el éxito final de la lucha. Toda la estrategia alemana se basaba en la esperanza del triunfo de la Blitzkrieg, la guerra relámpago. La primera carta se jugaría con intensas posibilidades de éxito, pero era la única. Los alemanes la habían perdido. El resto, para los aliados, era solo cuestión de tiempo. Los financistas, los sociólogos, los politiqueros ya empezaban sus conversaciones simultáneas y rumores de antecámaras y bastidores para saber cómo el mundo se reorganizaría en la posguerra. Y esto, mientras en los campos de batalla la lucha aún estaba encendida y los cañones germánicos tronaban no muy lejos de París.
Ese bullicio tenía real importancia, inclusive mucha más importancia que el tronar de los cañones. En los campos de batalla se liquidaba una guerra ya decidida in radice. En los gabinetes no se liquidaba una guerra, sino que se elaboraba una nueva era. El futuro ya no estaba en la malicia de las ametralladoras y sí en las negociaciones de los charlatanes y de los técnicos.
Cuando apenas comenzaban a delinearse, tímidamente, los primeros esbozos de ese mundo nuevo, se verificó uno de los hechos más considerables de la historia contemporánea. En nuestro mundo son muchos los escépticos que no creen en ese hecho. Los que no son escépticos son tímidos y no osan proclamar los hechos en que creen; unos por falta de fe y otros por falta de valentía no se atreven a incorporar a la historia contemporánea ese acontecimiento. Pero los más graves motivos sobre los cuales la inteligencia humana se puede basar, ahí están patentes atestiguando que Nuestra Señora bajó de los cielos a la tierra, y manifestó a tres pequeños pastores de un rincón ignorado y perdido del pequeño Portugal, las condiciones verdaderas, los fundamentos indispensables para la organización del mundo. Atendido ese mensaje, la humanidad encontraría verdaderamente la paz. Negado, ignorado, la paz seria falsa y el mundo entraría en nueva guerra. La guerra vino.
El mensaje de la Señora –que sobrevino precisamente en el momento crucial en que se preparaba la posguerra– despreciando las manifestaciones aparatosas de falso patriotismo y de cientificismo de los técnicos, colocó con total simplicidad todas las cosas en sus términos únicos y fundamentales. La guerra había sido un castigo para el mundo por su impiedad, por la impureza de sus costumbres, por su hábito de transgredir los domingos y días santos. Esto resuelto, todos los asuntos se resolverían por sí solos; no resuelto esto, todas las soluciones no servirían para nada… Y si el mundo no oía la voz de la Señora, si él no respetaba esos principios, la nueva conflagración que vendría, precedida de un fenómeno celeste extraordinario, sería mucho más terrible que la primera.
Ahora bien, Fátima no es un hecho ocurrido únicamente en Portugal y no interesa solo a nuestro tiempo. Fátima es la verdadera aurora de los tiempos nuevos cuyos albores brillaron en el momento en que Nuestra Señora bajó a la tierra y comunicó a tres pastorcitos las lecciones severas sobre el crepúsculo de nuestros días, y las palabras llenas de esperanza sobre los días de bonanza que la Misericordia Divina prepara para la humanidad cuando por fin se arrepienta.
Hodie si vocem eius audieritis, nolite obdurare corda vestra – si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones, dice la Escritura (Sl 94, 7-8). Inscribiendo la fiesta de Nuestra Señora de Fátima en el rol de las celebraciones litúrgicas, la Santa Iglesia proclama la perennidad del mensaje de la Madre de Dios dada al mundo a través de los pequeños pastores. En nuestros días, una vez más, la voz de Fátima llega a nosotros. No endurezcamos nuestros corazones, porque solo así habremos encontrado el camino de la paz verdadera.*
* Cf. O Legionário n. 614 de 14/5/1944 e n. 661 de 8/4/1945.