Tradición, Familia y Propiedad – TFP

Odiad el error, amad a los que yerran

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 Se dice comúnmente que “debemos odiar el error y amar a los que yerran” ¿Quién se atrevería a
negar el sublime principio que esta frase afirma? ¿De qué se alimentó el celo de todos los apóstoles que, desde los orígenes de la Iglesia hasta hoy en día, sin interrupción, combatieron el error buscando salvar de sus garras a los que yerran? Precisamente de un odio al error y de un amor al pecador. Si se disminuye en el espíritu del apóstol este odio o este amor, dejará de ser un apóstol auténtico.

Sin embargo, esta frase necesita ser bien entendida. Debemos ciertamente amar a los que yerran, y esto inclusive cuando en el paroxismo de su odio a la verdad, provoque los mayores perjuicios y nos inflijan las más tremendas afrentas. Pero, ¿cómo debemos amarlos? En otras palabras ¿en qué debe consistir concretamente ese amor? ¿En qué sentimientos, en qué acciones debe traducirse?

La pregunta no es inútil. Dios, que es infinitamente sabio, no juzgó suficiente recomendarnos que lo amáramos sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor a Él; al contrario, juzgó necesario promulgar diez mandamientos en que ese precepto del amor fuese bien definido, perfectamente explícito, y las obligaciones que de ahí emanan concretamente claras. Y además la Santa Iglesia juzgó necesario agregar cinco mandamientos a los diez que Dios había promulgado en los primeros tiempos. Todo esto sólo para que el cumplimento del precepto del amor no quedara a merced de los caprichos del sentimentalismo, sino que se efectuara conforme a la voluntad de Dios.

¡Ay de los que no aman a los pecadores y a los herejes! Ellos mismos son herejes y pecadores. Pero, ¿cómo debemos amarlos? Cuando se está combatiendo el error ¿será legítimo atacar encarnizadamente las personas que lo sustentan?

En efecto, las ideas no se sustentan ni se difunden por sí solas. Son como las flechas y proyectiles que no herirían a nadie si no hubiera quien los disparase con el arco y el fusil. Al arquero y al fusilero se deben dirigir, pues, en primer lugar, los tiros de quien desee herir su mortal puntería, y cualquier otro modo de guerrear podría ser muy conforme a los principios liberales, pero sería sin sentido.

Los autores o propagandistas de doctrinas heréticas son soldados con armas envenenadas: el libro, el periódico, la arenga pública, la influencia personal. No basta, pues, retroceder para evitar el disparo; lo que debe hacerse en primer lugar, por ser más eficaz, es neutralizar al agresor. Así, es conveniente desautorizar y desacreditar su libro, periódico o discurso y, en algunos casos, su persona, por ser esta el elemento principal del combate.

En ciertos casos sería legítimo publicar sus infamias, ridiculizar sus costumbres. Sólo es necesario que la mentira no sea puesta al servicio de la justicia, ya que nadie tiene derecho de distanciarse de la verdad, por pequeña que sea esta distancia.

El hábito de los Santos Padres prueba esta tesis. Inclusive los títulos de sus obras dicen claramente que, al combatir las herejías, buscaban hacer blanco primero contra los heresiarcas: Contra Fortunato Maniqueu, Contra Adamantox, Contra Félix, Contra Secundino, Quién fue Petiliano, De los hechos de Pelagio, Quién fue Juliano, etc. De manera que casi toda la polémica del gran Agustín fue personal, agresiva, biográfica, por así decir, tanto cuanto doctrinaria; cuerpo a cuerpo con el hereje, tanto cuanto contra la herejía. Y lo mismo podríamos decir de todos los Santos Padres.

¿De dónde sacaron, pues, los liberales, la extraña novedad de que al combatir los errores se debe prescindir de las personas, y hasta alabarlas y agasajarlas? Atengámonos a lo que enseña la tradición cristiana sobre estos combates y defendamos la fe como siempre fue defendida en la Iglesia de Dios.

Hiera, entonces, la “espada” del polemista católico, y vaya directo al corazón, pues esta es la única manera verdadera de combatir.*

* Cf. O Legionário n. 470, 14/9/1941.

Publicado el 3 de Septiembre de 2022

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