Oh Señora y Madre mía, por esta súplica deseo obtener de vuestra maternal e insondable misericordia las gracias necesarias para corregir un defecto que tanto lamento tener.
Considerando cómo el individualismo es una actitud de alma opuesta a las adorables enseñanzas y ejemplos de vuestro Divino Hijo, y cuánto se opone a vuestras sublimes virtudes; ponderando que ese defecto ya estuvo gravemente presente en la primera Revolución detonada en los altos páramos celestiales, al grito diabólico de “Non serviam”; teniendo en vista que es profundamente opuesto a la doctrina y al espíritu de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, única Iglesia verdadera, y, por el contrario, característico de la doctrina y del espíritu de tantas herejías y movimientos revolucionarios; os suplico, Señora y Madre, desde lo más profundo del alma – por los méritos de la Sangre infinitamente preciosa vertida por vuestro Divino Hijo en su Pasión y Muerte para rescatar al género humano, y por los merecimientos insondables de las lágrimas corredentoras que vertisteis al pie de la Cruz, en lo alto del Gólgota –, que me alcancéis la fuerza necesaria para odiar con toda el alma el individualismo, el cual constituye el pináculo desgobernado del amor a sí mismo, llevando al hombre a estimar exagerada y locamente sus propias cualidades y a cerrar orgullosamente los ojos a sus carencias.
En esas condiciones, la persona se deja dominar por la ilusión de bastarse a sí misma y no necesitar de Dios ni de Vos para combatir victoriosamente el extravío de su inteligencia, voluntad y sensibilidad, y para llevar a cabo la lucha contra los adversarios de la Iglesia y de la Civilización Cristiana.
Por ese defecto, el hombre aborrece la convivencia con sus semejantes e incluso de sus hermanos de vocación, siempre que éste no se destine a cantarle continuamente las falsas glorias, y se siente disminuido, humillado e incluso combatido cuando alguien le apunta faltas y le da santos consejos para su conversión y enmienda.
Tened piedad, Madre de Misericordia, de este vuestro pobre hijo en cuya alma se instaló tan gran y repugnante miseria, y clavad profundamente en su alma la enseñanza del Divino Redentor: “¡Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis paz en vuestras almas!”
Dadme esa paz, humildad y mansedumbre que caracterizaron a los verdaderos combatientes en los siglos de Fe: los cruzados y la sublime guerrera que fue la virginal mártir Santa Juana de Arco. Así sea.
(Compuesta el 25/9/1991)
Publicado el 29 de Julio de 2022