Considerando los hechos en una extensa perspectiva histórica, el día de Navidad fue el primer día de vida de la Civilización Cristiana. Vida aún germinativa e incipiente, como las primeras claridades del sol que nace, pero vida que ya contenía en sí todos los elementos incomparablemente ricos de la esplendida madurez a la que estaba destinada.
En efecto, si es cierto que la civilización es un hecho social, que para existir como tal ni siquiera puede contentarse con influenciar un pequeño puñado de personas sino que debe irradiarse sobre una colectividad entera, no puede decirse que la atmósfera sobrenatural que emanaba del pesebre de Belén sobre los circunstantes, ya estaba formando una civilización.
Pero si, por otro lado, consideramos que todas las riquezas de la Civilización Cristiana se contienen en Nuestro Señor Jesucristo como en su fuente única, infinitamente perfecta, ya que la luz que comenzó a brillar sobre los hombres en Belén habría de extender cada vez más sus claridades hasta difundirse por el mundo entero transformando las mentalidades, aboliendo e instituyendo costumbres, infundiendo un espíritu nuevo en todas las culturas, uniendo y elevando a un nivel superior todas las civilizaciones, se puede decir que el primer día de Cristo en la tierra fue desde luego el primer día de una era histórica.
¿Quién lo hubiese dicho? No hay ser humano más débil que un niño. No hay habitación más pobre que una gruta. No hay cuna más rudimentaria que un pesebre. Sin embargo, este Niño, en aquella gruta, en aquel pesebre, habría de transformar el curso de la Historia.
¡Y qué transformación! La más difícil de todas, pues se trataba de orientar a los hombres en el camino más opuesto a sus inclinaciones: la vía de la austeridad, del sacrificio, de la Cruz. Se trataba de convidar para la Fe a un mundo descompuesto por las supersticiones, por el sincretismo religioso y por el escepticismo completo. Se trataba de convidar para la justicia a una humanidad inclinada a todas las iniquidades. Se trataba de convidar al desapego a un mundo que adoraba el placer bajo todas sus formas. Se trataba de atraer hacia la pureza a un mundo en que todas las depravaciones eran conocidas, practicadas, aprobadas. Tarea evidentemente inviable, pero que el Divino Niño comenzó a realizar desde el primer instante en esta tierra, y que ni la fuerza del odio, ni la fuerza del poder, ni la fuerza de las pasiones humanas podría contener.
Dos mil años después del Nacimiento de Cristo, parecemos haber vuelto al punto inicial. La adoración del dinero, la divinización de las masas, la exasperación del gusto de los placeres más vanos, el dominio despótico de la fuerza bruta, las supersticiones, el sincretismo religioso, el escepticismo, en fin, el neo-paganismo en todos sus aspectos invadieron nuevamente la tierra. Y de la gran luz sobrenatural que comenzó a resplandecer en Belén muy pocos rayos brillan aún sobre las leyes, las costumbres, las instituciones y la cultura. Mientras tanto crece sorprendentemente el número de los que se rehúsan con obstinación a oír la palabra de Dios, de los que por las ideas que profesan, por las costumbres que practican, están precisamente en el polo opuesto a la Iglesia.
Asombra que muchos pregunten cuál es la causa de la crisis titánica en que el mundo se debate. Basta imaginar que la humanidad cumpliese la ley de Dios, que ipso facto la crisis dejaría de existir. El problema, pues, está en nosotros. Está en nuestro libre arbitrio. Está en nuestra inteligencia que se cierra a la verdad, en nuestra voluntad que, solicitada por las pasiones, se rehúsa al bien. La reforma del hombre es la reforma esencial e indispensable. Con ella, todo estará hecho. Sin ella, todo cuanto se hiciere será nada.
Y no terminemos sin descubrir una enseñanza más, suave como un panal de miel. Sí, hemos pecado. Sí, inmensas son las dificultades que nos deparan para volver atrás, para subir. Sí, nuestros crímenes y nuestras infidelidades atrajeron merecidamente sobre nosotros la cólera de Dios. Pero, junto al pesebre, está la Medianera clementísima, que no es jueza sino abogada, que tiene hacia nosotros toda la compasión, toda la ternura, toda la indulgencia de la más perfecta de las madres.
Puestos los ojos en María, unidos a Ella, por medio de Ella, pidamos en esta Navidad la gracia única, que realmente importa: el Reino de Dios en nosotros y en torno de nosotros.
Todo lo demás nos será dado por añadidura.
Catolicismo n° 24, Diciembre de 1952